Sunday, November 21, 2010

Raúl de Cárdenas premio René Ariza.


Foto: Luis de la paz. Raúl de Cárdenas recibe el premio René Ariza, lo entrega Yvonne López Arenal. Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami.



Foto: Luis de la Paz. Matías Montes Huidobro durante la presentación del premio.

RAUL DE CÁRDENAS

por Matías Montes Huidobro

Es para mi un privilegio hacer la presentación de Raúl de Cárdenas con motivo del homenaje que le hace el Instituto Cultural René Ariza esta noche. Cada vez que tengo que preparar una presentación, dar una charla, decir unas palabras por breve que estas sean, empiezo un largo monólogo interior, como los de “Extraño interludio” de Eugene O´Neil , con ese órgano implacable que es el cerebro, con el propósito de decir algo significativo y apuntar al objetivo. Odio la improvisación, porque los que improvisan acaban por no decir nada para ser breves, o porque no tienen nada que decir, salvo unos cuantos que lo han coordinado todo en su cerebro, que son los menos, y que por lo tanto no improvisan. En el proceso de hilvanar unas ideas con motivo de este homenaje, de pronto me doy cuenta. ¿No es acaso Raúl de Cárdenas el autor de “Un hombre al amanecer”, Premio Letras de Oro, donde hace un recorrido por la existencia martiana y termina colocándolo en la antesala de la muerte? Una indagación sobre Martí me parecía pertinente. El 15 de febrero del año 1898 Martí escribe en su diario: “Soñé que, sobre la lanza oxidada no daba luz el sol, y era un florón de estrellas y llamas, la lanza bruñida” (que es un modo cabal de definir a los hombres). “Y admiré, en el batey, con amor de hijo, la calma elocuente de la noche encendida, y un grupo de palmeras, como acostada una en la otra, y las estrellas, que brillaban sobre sus penachos.” (que es un ascenso luminoso, como si fuera un cuadro de Van Gogh). ¿No es leer a Martí el mejor homenaje que puede hacérsele a Raúl de Cárdenas que sigue el principio martiano de “cultivo una rosa blanca” de “honrar honra” y, por extensión “deshonrar deshonra”? Hay criaturas perversas que se arrastran sobre la tierra con su ponzoña envenenada, pero hay otros que se elevan hacia la luz para limpiarse de la escoria. “La ingratitud” escribió Martí el 3 de abril de 1898, “es un pozo sin fondo, y como la poco agua, que aviva los incendios, es la generosidad con (la) que se intenta corregirla.” Es decir, que la generosidad, y he aquí la gran paradoja martiana, no es suficiente para extinguir el fuego de las criaturas perversas. Y sigue escribiendo en su diario: “El ignorante pretencioso es como el cobarde, que para disimular el miedo da voces en la sombra. La indulgencia es la señal más segura de la superioridad”. No es casual que Raúl de Cárdenas haya escrito Un hombre al amanecer porque el sello de ascenso hacia la luz que se desprende de su persona, va a reflejarse a su vez en el humanismo auténtico que hay en los personajes y situaciones que nos encontramos en su obra, desde el momento en que escribe La palangana a principios de los años sesenta, donde no se refiere a una palangana cualquiera, sino a una palangana utópica que ilumina el solar habanero, la miseria colectiva, en busca de la luz de una palangana bruñida, no oxidada, que se eleva sobre sí misma, el subtexto dramático que trasciende la chusmería y le da a la obra el valor último que hay detrás de ella. Pero como bien dice Ivan Schulman al sintetizar las ambivalencias martianas, que configuran un péndulo que va de la luz que ciega al fondo más oscuro y siniestro de la condición humana, “en su vertiente se encuentran símbolos de elevación: monte, águila, luz, estrella, antorcha, copa, oro, sintetizados dentro de una estructura compuesta o en contraste con otros símbolos de profundidad, tales como abismo, buitre, yugo, carbón, uña, cerdo, antro y fango”; es decir, los escarabajos de la conducta humana, porque en Martí el negro juega, como en la pintura de Caravaggio, un papel tan importante como la luz.


El problema que se le presenta a Raúl de Cárdenas es que cubre las flaquezas y la maldad de sus personajes con esa “generosidad” que mencionaba Martí, a veces con ocurrencias que proceden del sentido del humor del autor y su habilidad para transcribir el lenguaje popular, como se ha dicho siempre de la conducta del pueblo cubano que, a través del humor, deja resquicios abiertos en medio de la sordidez de la acción y de las situaciones. De Cárdenas, inclusive en piezas más turbias como “Nuestra señora de Mazorra”, prefiere dejar pasar un rayo de luz que ilumine las tinieblas. El texto transparenta la luminosidad de su persona, capaz de bajarse con diálogos y expresiones que rompen con el canon del bien decir, pero que sin embargo mantiene una pulcritud substancial y huelen a limpio. Esta característica que es innata en el dramaturgo, límpida, se vuelve impermeable ante esa lluvia de escoria que ha jugado un papel tan significativo en la historia cubana del siglo XX.


Hace años, “Recuerdos de familia”, una de sus piezas más logradas, apareció publicada en Editorial Persona, que Yara y yo dirigíamos en Hawai. “Recuerdos de familia” responde exactamente a esta luminosidad que hay en la obra de Raúl de Cárdenas, y sigue siendo una de sus mejores obras. Hace el recorrido de una familia cubana de 1944 a 1960, con fechas exactas en las acotaciones. Esto no quiere decir que la familia de los Molina escape de la discordia, y no acabe destrozada por el vendaval histórico. El recorrido histórico del grausato a la revolución estuvo preñado de escollos, y tanto en uno como en el otro no faltaron quiénes hicieran (y hacen hoy en día) todo el daño posible. Carlos Fuentes decía, que hay familias que se autodestruyen, y esto pasa con harta frecuencia en esta familia cubana de la que todos formamos parte, como si fuera una morbosa y patológica aberración de la conducta. Sin embargo, en el caso de Raúl de Cárdenas, el dramaturgo resiste entregarse a este punto de vista, como ocurre con esas Carbonell de la Calle Obispo, mujeres sin tragedia que viven una idílica republicana. Sin embargo, no regresa al pasado para permanecer estancado en una época ya ida, sino para reafirmar los valores que se perdieron. Particularmente el amor, que es casi el personaje ausente de la dramaturgia nacional, está presente en sus caracterizaciones, entre padres e hijos, entre hermanos, y particularmente entre un hombre y una mujer.


En nuestro teatro hay mucha violencia, mucha política, mucho sexo, pero pocas relaciones íntimas donde la sensibilidad amatoria se imponga más allá del orgasmo. En nuestra escena, son muchos los que se odian, bastante los que están asediados por la lujuria, pero muy pocos realmente se comprenden y se quieren. Ultimamente, muchos que enseñan el culo, que es lo que yo llamo, en mi teoría crítica, la “gestualidad antropológica” de la “conciencia colectiva”, que tan frecuentemente usan los monos. El castrismo, que es una enfermedad contagiosa y que peligrosamente trasmite su virus venenoso de una generación a la siguiente y de una orilla a la otra, inclusive entre los que se creen inmunes o se hacen pasar como que no lo tienen, nos ha vuelto quizás más dañinos y feroces, como si no hubiéramos aprendido la lección y nos diera cierto regocijo interno el ensañamiento. Pero no en el caso de Raúl de Cárdenas, que siempre ilumina lo que toca. En “Recuerdos de familia” no ocurren tales cosas de una forma descarnada. Raúl, que prefiere los términos de “su” realidad idílica del “cultivo una rosa blanca”, decididamente deja la tortura y el teatro de la crueldad para otros y adopta los términos más racionales de la comedia dramática, como en el arquetípico caso de la obra a la cual estamos haciendo referencia. La textura de lo desaparecido está marcada por el autor como si Cuba misma se fuera a pique. Sin perder el humor, sostiene la tristeza con una emoción interna que le viene de adentro e ilumina el texto.


Y sin embargo, ¿dónde están el abismo, buitre, yugo, carbón, uña, cerdo, antro y fango de ese binomio martiano que hace, en el descenso, que seamos martianos todavía y de pura cepa? ¿Dónde esta esa pizca de la perversión moral en los caracteres que le faltaba a la dramaturgia de Raúl de Cárdenas para llegar al trasfondo de esa conducta de los escarabajos que forma parte de ese binomio que hay en el pensamiento martiano? ¿No hace acto de presencia? La mayor parte de las veces la elude, como si le repugnara ponerse en contacto con ella. Finalmente, veinte años después, hará acto de presencia de otro modo a través de un texto medular en el cual yo creo que culmina su dramaturgia, el “El pasatiempo nacional”, que parte de un título que es todo un acierto, ya que adquiere multiplicidad de significados: (a) referencia a una actividad deportiva que siempre ha tenido mucha importancia en la vida nacional, (b) la conducta sexual como segunda opción en la multitud interpretativa del título (c) la delación como una degeneración política que se vuelve norma de conducta, convertida en pasatiempo marxista; (d) y la temática de las dos orillas desde hace más de medio siglo. Estas diferentes opciones se desarrollarán al unísono a lo largo de la obra con una dinámica estrictamente teatral.


La transición de la luz a la sombra, el salto que va a dar Raúl de Cardenas dentro de un conflicto homoerótico, no va a expresarse alambicadamente en un loveseat junto a coffe table oyendo los acordes mozartianos de un “confutati maledictus”; va llegar a través de un cubanísimo juego de pelota, con todas las implicaciones metafóricas que tienen estas últimas en el argot popular, ya sean heterosexuales u homosexuales. En este caso, aunque hay su toqueteo físico, este no es gratuito sino en función de una temática conducente a un entendimiento del proceso personal y escénico que lleva al reconocimiento de la identidad sexual de los personajes, dentro de un contexto histórico. Por otra parte, la relación afectiva que se establece entre los personajes responde a ese principio del amor, la comprensión, la ayuda mutua, que caracteriza a una pareja que se quiere más allá de las relaciones estrictamente fisiológicas, y que permite que cualquier espectador, dejando a un lado su propia identidad sexual, logre entender una situación que, bajo otras circunstancias, corre el peligro del rechazo.


Entre todos los textos del discurso homoerótico en la dramaturgia cubana, con los que sólo pueden competir los de José Corrales con “Cuestión de santidad” y “Otra historia” de Pedro Monge Raful, “El pasatiempo nacional” es uno de los logrados porque el conflicto no se limita a las relaciones entre Yuri y Miguel Angel, sino que se amplía dentro del complejo entarimado de la situación política cubana, y los conflictos familiares sufren un vuelco total con connotaciones inesperadas. La lucha tribal entre padres e hijos, de tan larga tradición en la escena nacional, tiene una nueva dimensión dentro del discurso de la sexualidad, ya que Miguel Angel no es mujeriego sino homosexual. El autor no elude poner el conflicto familiar dentro del vórtice, sin cortapisas ni medias tintas, que es lo que le da mayor impacto y convierte la situación en un eros-político, con guión, término de mi autoría que espero no tener que explicar a ningún ignorante. La caracterización de César, el padre de Miguel Angel, que es posiblemente el personaje más tarado de todo el teatro de Raúl de Cárdenas, es excelente.


Quiero advertir que las dos últimas páginas las leí con el corazón en la boca, temiendo que luz martiana cegara al dramaturgo eludiendo el lado martiano de las sombras, y que con un gesto de debilidad le tirara la toalla al viejo degenerado. Inclusive creo que dudó, porque estuvo a punto de sacarlo de escena vivito y coleando. Afortunadamente hay una segunda vuelta y tras una batalla campal el hijo lo asfixia y después se mata él, como hacía Shakespeare, que no dejaba títere con cabeza. Al final, las luces disminuyen hasta llegar a una oscuridad absoluta, abismo, buitre, yugo, carbón, uña, cerdo, antro y fango, del binomio martiano. Es cierto que le costó trabajo, pero finalmente Raúl de Cárdenas se convirtió en un parricida.


No obstante lo dicho, la excepción confirma la regla, y Raúl de Cárdenas por su trabajo, su perseverancia, su amor al teatro, y por su personalidad, que lo vuelve el más lumínico de nuestros dramaturgos, a pesar de estas incursiones ocasionales por las tinieblas, bien merece el homenaje que el Instituto Cultural René Ariza le otorga esta noche, a su persona y a su obra, y espero que mis palabras dejen constancia de este honor a quien honor merece.


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