Cuando el 25 de agosto de 1949 Luis Amado Blanco, asiste al montaje que hace
Francisco Morín de Laboremus del dramaturgo noruego Bjoenstjerne Bjornson, afirmó que Morín fue “por esta noche –su gran noche, sin duda alguna- algo más que un director. Fue un artificio teatral, que en renuncia de lo fácil, se entrega a la difícil colaboración con los valores internos del drama. La composición escénica, el gesto, el ademán, el ritmo, el movimiento, se cuidaron hasta el virtuosismo. Hasta tal punto y medida que es justo pensar que jamás el teatro entre nosotros alcanzó tan alto rango creador, en trabazón armónica con las raíces literarias de la pieza. Aquel, su irreal movimiento de las figuras...; aquel apasionado decir, sin elocuencia; aquel dar y contenerse, nos abrieron todas las perspectivas de la artística circunstancia, nos la entregaron como hay que entregar una obra literaria cargada de sugerencias, donde se deja al espectador la última y cabal palabra dramáticas... Pocas veces hemos salido de nuestros espectáculos de arte tan rotundamente satisfechos como esta noche en la que Francisco Morín se aupó a una indudable categoría de director, soberbiamente preparado para las grandes empresas del arte de Talía”. Modelo de análisis crítico, nada mejor que tomar estas palabras de Luis Amado Blancocomo punto de partida, porque el no se estaba refiriendo solamente a la memorable noche de Laboremos sino a la ulterior contribución que Morín haría al teatro cubano, su virtuosismo, a partir de la composición escénica, gesto, ritmo y movimiento, irrealidad y magia, dar y contenerse, que ha sido la marca de fábrica de su trayectoria escénica.
Mis vínculos con Morín se remontan a más de medio siglo cuando se celebró en el Parque Central una temporada teatral en una precaria caseta que había quedado allí con motivo de la celebración de Feria del Libro. Fue realmente una verdadera locura teatral que da el tono medular de lo que es hacer teatro y que Morín revive en su libro Por amor al arte. No dejó de tocarme la magia teatral, que en las más difíciles circunstancias, recreaba Morín noche tras noche, a veces entre telones de gasa con los cuales cubría la boca del escenario, y que sentaba las bases del acto ritual que era el teatro. En ese momento, Silvano Suárez y Rine Leal fueron mucho más arriesgados que yo, aventurándose con unas piezas en un acto, La máquina de sumar y Desde adentro, respectivamente. Mi aprendizaje consistía también en asimilar el trabajo, incluyendo físico, de un obsesionado por el teatro, que era otro rasgo del cual Morín dejaba constancia.
Al mismo tiempo, como Morín dirigía la revista Prometeo, otra de sus mayores contribuciones, a través de la misma convocó a un concurso de teatro, y participo en el mismo con un texto muy disparatado, no menos alucinado que aquella locura escénica en que Morín nos había metido, Las cuatro brujas, que se declaró desierto, pero al que le dan, generosamente, mención honorífica. El hecho de que no se me otorgara el primer premio, sirvió de acicate para que yo volviera a las andadas en la convocatoria del año siguiente con Sobre las mismas rocas, asumiendo Morín la responsabilidad, para bien o para mal, de haberme inyectado el virus escénico, y fiel a sus compromisos la llevó a escena el año siguiente, y entregándome, además, un trofeo, que atesoré por muchos años, hasta que el castrismo me lo quitó de las manos, quizás para traspasárselo a Paco Alfonso, que nunca le perdonaría a Morín que no le dieran el premio y que un autor desconocido de apenas veinte años se lo llevara, yendo a verlo el día del estreno, tirarle las orejas y posteriormente atribuírselo deshonestamente en el Diccionario de Literatura Cubana.
Quisiera señalar y ahondar brevemente, ya que es una experiencia de primera mano entre director y dramaturgo, en lo mucho que representó para mí aquel montaje, que fue como una ceremonia ritual, que quedaría asociada también con Yara, a la que había conocido no hacía mucho y que me acompañaba por primera vez a una misa en escena que era el sello característico de los montajes de Prometeo, y al mismo tiempo darle personalmente las gracias por el privilegio de que llevara mi primera obra dramática escena.. De esta primera memoria del espectáculo queda la magia de Morín, fija en el recuerdo, que con el teatro totalmente a oscura creó una bóveda celeste que nos transportaba, a los personajes y al público, hacia una galaxia, donde se escuchaban las grabaciones de las voces de los personajes. Respetando escrupulosamente el texto, sin perder nunca de vista el espíritu que lo animaba y las bases metafísicas que los contenían, no hizo otra cosa con enriquecerlo dentro de “una cámara negra” donde suprimió innecesarias referencias escenográficas, eliminando toda utilería que lo entorpeciera y concentrándose en las relaciones espaciales y de contenido que la obra sugería. No digo esto con el propósito de hablar de Sobre las mismas rocas, sino del trabajo de dirección de Morín, que conocí de primera mano, y revivirlo en este encuentro porque creo ser el único, como dramaturgo, que lo vivió directamente entre los aquí reunidos, dejando constancia, desde la perspectiva del autor, de cómo Morín trabajaba el espectáculo.
Era la época en que los directores respetaban el texto, sin hacer que los críticos responsables tuvieran que leer la obra antes de reseñarla para delimitar la autoría de lo que estaban viendo. Esto no excluía que el sello del director estuviera definitivamente presente gracias a la coreografía del montaje que lo visualizaba, sin adulterarlo ni traicionarlo. De esta manera el director, en este caso Morín, recreaba lo creado sin crear otra cosa pero dándole el sello único de su propio trabajo. La libertad del director tenía lugar en plena correspondencia con el espíritu del autor, complementándose. La secuencia final de mi obra en la cual se exigía el desdoblamiento del protagonista en tres sillas de ruedas que giraban en escena bajo un foco de luz, hizo que Morín, superando todas las limitaciones luminotécnicas con las cuales tendría que enfrentarse, incluyendo en particular la falta de dinero (porque Nuestro Tiempo, que era la sociedad cultural de filiación marxista donde se hacía el montaje, no daba ni decía donde hay); lo redujera a una linterna en las piernas de los tres personajes en las sillas de ruedas que iluminaban los rostros de los mismos en medio de la oscuridad y avanzando hacia el proscenio creaban, puro expresionismo, una franca transferencia metafísica como si viajáremos por el cosmos. De más está decir que para mí fue una noche maravillosa, como si Gordon Craig o Max Reindhart la estuviera dirigiendo, un acto ritual, una misa en escena, que me daba la medida de la clase de director que era Morín, y me trazaba el camino por el acto ritual que es el teatro.
Este virtuosismo se va a poner de manifiesto en múltiples montajes, sobresaliendo entre todos el mítico caso de Electra Garrigó de Piñera, pero sin duda el de Las criadas de Genet, en la Asociación de Reporters, a mitad de los años cincuenta, en teatro arena, es uno de los momentos claves de la escena cubana, de un lado por su manejo del trabajo de los actores, en impecable coalición entre los intérpretes (Miriam Acevedo, Ernestina Linares y Dulce Velasco) en el cual la conjunción entre texto, intérpretes y dirección, dejó un impacto único entre los dramaturgos cubanos que nos formábamos en ese momento. Es Morín, precisamente, quién nos introduce en “el teatro de la crueldad”, sello dominante en el movimiento de vanguardia y resistencia estética de los sesenta, del cual nunca nos liberaríamos, asediados por nuestras circunstancias. El propio Morín va a confirmar en este punto la esencia de su trabajo de dirección, y nos dice: “El valor que daba al trabajo con los actores lo ponía por encima de cualquier otra consideración, y fundamentaba este trabajo, sobre todo, en la revelación de los contenidos esenciales del personaje”. Este principio de la “camara negra”, que repetirá una y otra vez, eliminando toda parafernalia inútil, para concentrarse en lo esencial, en la médula ritual del arte dramático, será el sello que va a distinguirlo, de lo que podría llamarse “un teatro pobre”, sin grandes recursos y por amor al arte, que es lo que le da al teatro una característica ceremonial única.
Será Morín quien nos lleve de la mano por un extenso repertorio de la dramaturgia mundial a través de montajes innovadores, un verdadero aprendizaje escénico no sólo por el entrenamiento de actores y actrices bajo su dirección, sino para todos los restantes participantes del movimiento teatral, incluyendo los dramaturgos, gracias a un repertorio que trascendía lo vulgar y las modas teatrales, que incluiría, entre otros, Los habladores y El viejo celoso de Cervantes, Dialogo entre el amor y un viejo de Rodrigo de Cota, El paso de las aceitunas de Lope de Rueda, El candelero de Alfredo de Musset, El avaro de Moliere, Orfeo y Antígona de Jean Cocteau, La más fuerte de Strindberg, La zapatera prodigiosa y El amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín de García Lorca, La Gioconda de Gabriel d’Anunnunzio, Los endemoniados de Eugene O’Neill, Llama viva de John Steinbeck, Los fanáticos de Carlos Coccioli, Los inocentes de William Archibald, Delito en la isla de las cabras y La reina y los insurgentes de Ugo Betti, Proceso de familia de Diego Fabbri, La endemoniada de Carl Schoenherr, Sangre verde y El abismo de Silvio Giovaninetti, Petición de mano, El aniversario y Sobre el daño que produce el tabaco de Antón Chejov, Réquiem por una monja de William Faulkner, La intrusa de Mauricio Maeterlinck, El mancebo que casó con mujer brava de Alejandro Casona, El mal corre de Jacques Audiberti, El difunto Sr. Pic de Peyret Chappuis, Medea la encantadora de José Bergamín, Rencor al pasado de John Osborne, Carina de Fernand Crommelynck, La ramera respetuosa de Sartre, La hermosa gente de William Saroyan, Calígula de Albert Camus, El día que se soltaron los leones, de Emilio Carballido, Ángel Negro de Nelson Rodríguez, Mi bella dama, de Alan Jay Lerner; Edipo de Sófocles, y entre los cubanos: Abdala y Amor con amor se paga de José Martí, El cristo de Jorge del Busto, Capricho en rojo de Carlos Felipe, Electra Garrigó, Jesús, Falsa alarma y Dos viejos pánicos de Virgilio Piñera, El vivo al pollo de Arrufat, Medea en el espejo y La muerte del Ñeque de José Triana, La hija de las cotorras de Federico Villoch, La danza de la muerte de Fermín Borges, La última conquista de José Cid, Bruno y Huida de Alberto Guigou, Los perros jíbaros de Jorge Valls, y otros más, incluyendo Sobre las mismas rocas, Gas en los poros y La Madre y la Guillotina de Matías Montes Huidobro.
Me he limitado a sesenta montajes, como si después de Laboremus, durante sesenta años, se hubiera planificado desde el estreno de la obra del nórdico, un montaje por año, aunque no precisamente en el orden y concierto que he indicado. Séneca decía, más o menos, que la vida no es corta, pero que frecuentemente la perdemos entre no hacer nada, y hacer lo que no debemos. Nada peor que perder el tiempo. Sirva la vida de Morín como ejemplo de lo que debe hacerse para no perderlo, como si aquel “laboremus” del año cuarenta y nueve hubiera sido un acicate que moldearía su conducta, fuente de energía que en círculos concéntricos se fuera trasmitiendo entre aquellos que tuvimos el privilegio de recibir su impacto. Sirva todo lo expuesto para dar una idea de una dedicación al teatro que no se puede resumir en tan poco espacio y que confirma el virtuosismo escénico que mencionara hace sesenta años Luis Amado Blanco. La entrega del Premio Extraordinario 2009 del Instituto Rene Ariza no es más que una sencilla muestra de agradecimiento por su amor al teatro.