Cuando a principios de la Revolución se estrena en Cuba El flaco y el gordo,Virgilio Piñera no hizo más que anticipar toda la trayectoria del hambre que va a ser la nota caracterizadora de un proceso ideológico dominado por el estómago (con sus raíces literarias en la picaresca española y “la importancia del tasajo” presente en nuestro teatro vernáculo), razón de ser de todas las revoluciones, que no se gestan en el cerebro (como pudiera pensar el pensamiento marxista) ni en el corazón (como pudieran haberlo hecho los románticos del siglo XIX) sino en ese largo proceso que nos lleva de los placeres gustativos a la larga trayectoria intestinal que conduce al más definitorio y existencialista de todos los desenlaces, el cual, a su vez, nos encamina hacia el no menos filosófico tema de la mierda, que a la larga es a la materia subyacente pero que vamos a pasar por alto en este momento. Tan delicado asunto, deja constancia de la garra castrista, como demuestra
Alberto Pedro en El banquete infinito, y aunque nunca lo conocí, por el carácter irreverente de su obra, estoy seguro que estaríamos de acuerdo.
El tema de la comida es definitivamente uno de los más caracterizadores del arte de la conversación de los cubanos, que en eso nos parecemos a los franceses, ya que a la hora del almuerzo estamos, ellos y nosotros, hablando de lo que nos llevaremos a la boca durante la cena; y que en Cuba va a tener uno de sus momentos culminantes en el llamado “período especial”, construyéndose así la imagen substancial de una Revolución que trascendiendo lo ideológico va a parar en el más primario de todos los procesos fisiológicos, el de la digestión, cuya solución no ha encontrado, y que de no poder llevarse a efecto debidamente produce, como en el caso del corazón y del cerebro, al más trágico de los desenlaces en ese lugar tan representativo de los avatares de la revolución cubana donde “resolver” sería la respuesta cotidiana de lo insoluble. Se trata, en realidad, de “un banquete infinito” de la nacionalidad, con el cual ha batallado tanto el castrismo hasta llegar a la creación léxica de “jama”, termino original que distingue el quehacer revolucionario cubano del resto del mundo.
No es de extrañar que, desde el año 1959, cuando se lleva a escena la obra de Piñera, este tuviera que andar justificando su precocidad contrarrevolucionaria en torno al tema del hambre, que Alberto Pedro va a retomar en el 1996 con El banquete infinito. Ya desde Manteca, una obra que empieza diciendo “¡Hay que hacerlo!”, “¡Hacerlo!”, “¿Hacerlo?”, “Sí. ¡Hacerlo!”, refiriéndose explícitamente a meterle un cuchillo a un cochino, viejo, decrépito y fofo, como acción inmediata para “resolver” el problema nacional del hambre, había dado un paso importante en la dramaturgia cubana, proponiendo una salida no solo para comer sino para derrocar la tiranía y “resolver” de forma definitiva.
Esto no es una verdad de Perogrullo, al modo de unos de los personajes más logrados de la obra, aunque nos lleve al tema de la esquizofrenia del léxico, uno de los problemas más complejos del proceso revolucionario cubano, que entronca a su vez con el lenguaje catedrático del bufo cubano, hasta el punto de inventarse en Cuba un nuevo lenguaje, que visto en la distancia es casi abstracto, y que hace tan difícil que los cubanos se entiendan, en un ejercicio de estilo que empieza en la boca y termina en el otro extremo del aparato digestivo, asunto más delicado de lo que a primera vista parece. No obstante, se trata de un lenguaje que no es lo suficientemente abstracto como para no comprenderse, especialmente a nivel de estómago, particularmente entre los cubanos que no “jaman”, y que diez años después, por el significado popular, cotidiano y nacional del cubanismo, le costó caro a Juan Carlos González Marco por querer “jamar” ante las cámaras de la televisión, dando lugar en 2009 al bien conocido “caso Pánfilo”, que hace del “jamar o no jamar” de la obra en escena, un texto de ramificaciones shakesperianas de muy diferentes connotaciones, que Alberto Pedro acuña teatralmente, llegando al meollo revolucionario del mismo.
El estreno mundial de El banquete infinito no ha tenido lugar en Cuba, sino en Miami, siguiendo la trayectoria de textos subversivos que no se estrenan en su país de origen, o que se estrenan muchos años después de haber sido escritos, y en algunos casos cuando sus autores están muertos y bien enterrados, como, por cierto y paradójicamente, ocurre también en Miami. Después de todo, son dramaturgos cubanos sujetos a muchos avatares personales y colectivos.
Le corresponde a
Akuara Teatro el privilegio de este montaje, inaugurando con esta obra su recorrido escénico en Miami, en una temporada teatral que durará hasta el 16 de septiembre, dirigida por
Miriam Lezcano Brito —compañera por muchos años del dramaturgo—, que llevó a escena muchas de sus obras, y con un excelente trabajo de
Carlos Alberto Pérez e
Yvonne López Arenal en los papeles protagónicos.
Es un hecho consumado, que el montaje en Miami de obras escritas, estrenadas y premiadas en Cuba, tiene lugar con reiterada frecuencia; pero las implicaciones que representa el de El banquete infinito, por la riqueza de su discurso subversivo, es un caso muy especial y, en el de Alberto Pedro más todavía, por haber fallecido en Cuba en la plenitud de su carrera sin que esta obra se llevara a escena, aunque es reconfortante que el propio estreno reafirme su vigencia.
A pesar (o precisamente a “pesar”) de que el jerarca que ocupa el papel protagónico no es otro que el personaje que abre la obra, a imagen y semejanza del cubano, y que este ha sido la figura determinante del destino nacional, la escena cubana se ha quedado corta en cuanto a darle al “nuestro” el papel protagónico que bien se merece. Los riesgos son muchos, no solo por el compromiso histórico que representa, sino por los escollos estrictamente escénicos, que conozco al dedillo, cuando en 1979 escribí Ojos para no ver, convirtiéndolo en Solavaya. El problema que se le presenta al dramaturgo es la confrontación con la realidad, el enfrentamiento con una problemática nacional del “jamen” (con todas sus implicaciones) que no se ha resuelto. De ahí que el conflicto “paradigmático” de un jerarca con su doble, del original y el espejo, nos lleva, nada más y nada menos, que a un enfrentamiento con el original que inspira el texto, cuyas dificultades asume y supera Alberto Pedro con éxito.
Aunque el dramaturgo resumió su obra como “disturbio autorizado”, tengo mis dudas sobre lo que exactamente quería decir, por varias razones, entre otras, porque los disturbios que se autorizan no son verdaderos disturbios y los que se autorizan hoy pueden desautorizarse mañana. Por la naturaleza misma del jerarca tales decretos no son de confiar. Un jerarca, además, acaba siendo siempre el doble del otro, quítate tú para ponerme yo, cambie o no de uniforme, de careta o de casaca, y con los jerarcas no se juega sin pagar las consecuencias. Matar al “cochino” parece ser un disturbio que puede autorizar la seguridad del estado al llevarse a escena con un cuchillo de utilería, de apariencia inocua, pero al menor juego de manos puede convertirse en un cuchillo de carnicero. Los cubanos han (¿hemos?) sido entrenados en la hermenéutica, y aunque muchos no saben escribir a pesar de estar alfabetizados, son (¿somos?) expertos en leer entre líneas, y hasta de inventar lo que no se entiende con la peor de las intenciones. En tal sentido, somos más ingleses que un personaje de Shakespeare, manejando la intriga del comité de barrio como el más refinado cortesano y buscando la palabra precisa que entierre la puñalada por las espalda y llegue a la yugular sin que le tiemble la mano. Pero el teatro, como en su caso y el montaje que hace Akuara Teatro de El banquete infinito, es una recompensa, y los dramaturgos auténticos tienen que ajustarse al hecho, ya que el teatro sigue siendo la única verdad posible. Cueste lo que cueste. Y es en este sentido que los jerarcas pierden la partida.