Rubén Darío Salazar
Matanzas l 07/03/2012.
Javier Fernández Juré y yo fuimos compañeros en los dorados años ochenta del Instituto Superior de Arte de La Habana. Era el novio de mi coterránea Ileana Wilson y tenía vínculos de estudio y trabajo con los maestros Raquel y Vicente Revuelta. Fue fundador de aquellos primeros espectáculos de Carlos Díaz (Zoológico de cristal, Té y simpatía), que luego definieron la conformación de esa vibración escénica llamada Teatro El Público. Era rubio, hermoso, arrebatado, soñador y era mi amigo.
Siempre que lo veía, ya en su periplo por Teatro Escambray u otras agrupaciones, nos poníamos a recordar los años felices en la capital. Nos seguíamos el uno al otro, en cada festival, jornada o encuentro de las tablas. Tenía una muy particular manera de ver el teatro, fruto de la mezcla de sus maestros y sus lecturas, era mitad ángel y mitad diablo y lo demostraron sus trabajos con Chéjov, Montero, González, Muñoz, ora como intérprete ora como director escénico.
Todo en Javier era convulso, sus amores y su teatro. Tengo fresca en la memoria su simbólica imagen alada, suspendida en el aire, en uno de los festivales de teatro de pequeño formato de El Mejunje, en Santa Clara. Luego pasó un tiempo largo, lleno de silencios e historias humanas y lo reencontré en Cienfuegos como parte del Conjunto Dramático de la Perla del Sur. En ese núcleo creó Velas Teatro, se enamoró otra vez, tuvo a Luna, su niña preciosa, imaginó un espacio para trabajar y retomó el local en ruinas que perteneció a Teatro a Cuestas, un sitio pequeño, que imantó con su espíritu alucinado y alucinante.
Lo ví moverse entre los fantasmas de Shakeaspeare en confesión, una puesta en escena suya que prometía un nuevo aire, un momento otro en su trayectoria sobre las tablas. Allí mismo hablamos, de sus viejos amores y sus próximos proyectos, viajes, quimeras… nunca me habló de la muerte. La última vez que nos vimos me acogió para trabajar en su sala del Boulevard, y él mismo junto a su equipo me ayudó en el montaje de luces y tramoya. Realicé en su sede, su casa, su territorio de partir, una función muy especial de La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón. Nos prometimos volver a intentarlo con otro espectáculo, está marcado con letras rojas en mi plan de trabajo de 2012. No sé si en su ausencia lo haré.
Pasan como imágenes indelebles ante mis ojos, la fuerza de sus actores bailando para mí con abanicos españoles, una danza entrañable, un baile fragmentado y sinuoso; sus ojos azules clavados sobre mí, disfrutando mi emoción de visitante sorprendido. Así era Javier, un hombre que amó el teatro con locura, con la pasión desmedida de los poetas. Izó las velas de su arte y de su vida hasta que algo se rompió, hoy no sé si fueron aquellas alas de cartón con que lo vi alzarse en el patio de ladrillos de su Santa Clara o el velamen fragmentado de su barca en plena fuga.
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