Carlos Victoria
By JOSE ABREU FELIPPE
Publicado en el Nuevo Herald. 12 de octubre del 2008
Ytal día hace un año, solía decir mi madre aludiendo a la muerte como algo inevitable y a que pronto los muertos se van quedando atrás. Comienza un cumpleaños de muerte mientras la vida sigue imperturbable, ajena, camino del olvido. Hoy cumple Carlos Victoria un año de muerto y yo no me he acostumbrado, no me hago a la idea de que está muerto. Tal vez porque todo sucedió tan de repente y no hubo oportunidad para una despedida.
A veces son las cuatro de la tarde y estoy en la terraza, un auto pasa y me parece que lo voy a ver cruzando la calle, encogido, con un libro en la mano o bajo el brazo; que alza la cabeza, saluda y me grita algo. Esa sensación apenas dura un segundo, enseguida me digo que Carlos no volverá a cruzar la calle, que está muerto. Y es que no hacía tanto que allí mismo me contaba el desarrollo de su más reciente proyecto, una novela monumental --mil páginas por lo menos, me decía--, una saga familiar donde, desde luego, él se volcaría como había hecho siempre. La propia vida disfrazada de novela, como suele ocurrir con casi todos los grandes escritores. Quizás porque es necesario hablar de lo que se conoce bien y, ¿qué se conoce mejor que a uno mismo? No se puede inventar nada, todo está inventado desde tiempos bíblicos, Eclesiastés, I,5. El único material nuevo, original e irrepetible, es uno mismo, y ese descubrimiento, que tampoco es novedad, nada tiene que ver con el narcisismo, el figureo o la autocomplacencia. Porque estos últimos son sólo pantalla, humo, vanidad; y desnudarse duele.
Carlos era un hombre sencillo, siempre preocupado por la familia. Un hombre joven, retraído, maniático como todos los solitarios, celoso de su tiempo y su privacidad, pero amigo de sus amigos. Un lector obsesivo, un hombre culto que hablaba varios idiomas, que amaba la música clásica y el cine de autor. Yo lo escuchaba leer con esa cadencia muy particular que le imprimía a las palabras; veía como los ojos le brillaban mientras que con su letra redonda, casi infantil, escribía cuartillas y cuartillas. No pudo ser. Quedaron unas pocas páginas que se publicaron en una revista y que nos mostraban un Carlos Victoria renovado, en control absoluto, dueño de unos recursos expresivos que prometían paisajes deslumbrantes. En fin, para qué seguir con lo que no fue. Es mejor mirar a lo que nos dejó, una obra sólida que, estoy seguro, vencerá el olvido que impone la muerte.
Es muy pronto aún, ésta no es la ocasión, ni yo la persona indicada, para una valoración definitiva de su obra. Sé que se hará, que es probable que ya se esté haciendo. Que sus libros se agotarán y volverán a editarse. Y se seguirán traduciendo a otras lenguas. De momento, mientras las aguas tomen su nivel, y tanta tontería oportunista y hueca, ahora aupada, ocupe el lugar que le corresponde, en este primer aniversario de su muerte, pienso que lo mejor que podemos hacer, sus amigos, los que no fueron sus amigos pero lo conocieron, le escucharon algún día leer y tal vez le admiraron, y todos los que aún aman los libros y la buena literatura, el mejor homenaje, la prueba de que en realidad sigue vivo, es leer a Carlos Victoria. Con ese único fin es que enumero aquí algunos de sus principales libros: Las sombras en la playa (1992), Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro 1993), El resbaloso y otros cuentos (1997). Y, sobre todo, La travesía secreta (1994), novela impresionante --y apasionante-- que recoge toda una vida y toda una época. De obligada lectura.
Carlos Victoria (Camagüey 1950, Miami 2007) es, y quiero hablar así, en presente del indicativo, uno de los escritores más importantes de su generación, que es la del Mariel. En Cuba fue pateado y toda su obra incautada por la policía. Ahora, junto a sus amigos Reinaldo Arenas y Guillermo Rosales, me lo imagino, en este primer aniversario --del otro lado de la estrella fugaz--, repitiéndome, recordándome, la única premisa que debe tener presente todo creador, la única filosofía posible: ¡No te detengas!
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