Sunday, March 28, 2010

MATIAS MONTES HUIDOBRO: PROTAGONISTAS DE LOS 60.


PROTAGONISTAS DE LOS SESENTA
Coloquio CAMINOS, ESPLENDORES Y OBSTÁCULOS DEL TEATRO CUBANO.

Presentación de Matías Montes Huidobro
Universidad de Miami, Otto Richter Library, 27 de marzo, 2010

En primer término, quiero darle las gracias específicamente a la profesora Lilian Manzor por haberme invitado a este seminario en compañía de Abelardo Estorino, Antón Arrufat, Eduardo Manet, Rafael Mirabal, el estupendo escenógrafo de “Exilio”, y otros participantes del movimiento teatral de los sesenta. Agradezco mucho más la invitación de Lilian teniendo en cuenta un par de ocasiones en que críticamente no hemos estado de acuerdo, clara indicación de las posibilidades del discurso civil, a veces difícil de materializarse entre los cubanos, y que hoy nos acerca dentro de ese cosmos uteral que es el teatro. Afortunadamente no creo que este encuentro tenga como objetivo reconstruir el malecón habanero y hacer realidad utopías por el estilo a que somos tan aficionados los cubanos, porque los escritores, y entre ellos los dramaturgos, no podemos hacer mucho, a menos que tengamos un par de pistolas en la mano, y lo más probable es que si las usamos nos salga el tiro por la culata, porque las palabras en sí mismas tienen un alcance limitado. Sí podemos, sin embargo, crear lo no creado, trabajar con la imaginación, construir escenarios, evocar caminos, esplendores y fracasos, transgredir, buscar aire, decir lo que no se puede decir o lo que no se quiere oír, escribir textos y subtextos, decir lo que la gente no quiere oír ni que se diga, liberar las palabras para que respiren, porque sin la libertad no puede existir la escritura y por extensión el teatro. Es muy difícil (aunque no imposible) escribir (es decir, hablar) con un tapón en la boca y nunca falta quién quiera ponérnoslo.

La trayectoria del teatro cubano durante la década de los sesenta tiene lugar en el escenario de una vorágine histórica, y los escritores, incluyendo los dramaturgos, nos vimos envueltos en una violenta sacudida que nos iba a vapulear de un extremo a otro del péndulo, entre caminos que elegir, esplendores reales e imaginados, y obstáculos insalvables que tal vez nos lanzaban al abismo.

Cuba y el teatro, o el teatro y Cuba, han sido dos obsesiones que siempre me han acompañado, particularmente a partir del 1951 cuando escribí Sobre las mismas rocas, en que establecí las bases de esa visión cosmogónica que es para mí el teatro, ritual que hoy nos une, misa en escena, y que se acrecienta a partir del 27 de noviembre de 1961 en que salí de Cuba, iniciándose en este momento una traumatización con el objeto de deseo, que lejos de alejarme me acercó más profundamente a la dramaturgia nacional. Esta distancia me llevó a concebir una serie de libros basados en la persona, vida y máscara del teatro cubano y mi visión de Cuba detrás del telón, sobre la que mucho he reflexionado y publicado, cubriendo ocho décadas del teatro nacional: ochenta años que casi se acercan a los que tengo encima. Aunque mi recorrido crítico por la dramaturgia cubana de los noventa es muy incompleto, y habría que tomarse en cuenta lo que se produce en el exilio, mayormente sin publicar, no me parecería arriesgado afirmar que la dramaturgia que se gesta en la década del sesenta, por la convivencia escénica de dramaturgos que le precedieron y la obra ulterior de aquellos que participaron en la misma, constituye posiblemente la década más importante en la historia de nuestro teatro.

Basándome en el análisis de este período, al cual le dedico dos volúmenes de la serie decir Cuba detrás del telón, los sesenta representabn un momento espectacular que se puede sintetizar del siguiente modo. Un proceso ascensional que tiene un primer resquebrajamiento en 1961 con las Palabras a los Intelectuales y el cierre de Lunes de Revolución, pero que a pesar de los escollos tiene un recorrido progresivo hasta el clímax del teatro de vanguardia y resistencia estética que representa el éxito de La noche de los asesinos, para después, bajo las presiones de la realidad histórica, tener un nuevo resquebrajamiento representado por el caso de Los siete contra Tebas hasta finalmente hundirse en los abismos de la creación colectiva, representados por el Teatro Escambray, el realismo socialista y el parametraje con los que se inician los setenta. Estilísticamente comprende dos vertientes: una realista y mimética que tiene su origen en la tradición que establece en la dramaturgia cubana José Antonio Ramos y otra de vanguardia experimental presidida por Virgilio Piñera.

Pero para mediados del año 1961 la situación se complica porque se establecen parámetros textuales sobre lo que se debe y no se debe escribir y se establecen las reglas del “buen decir y quehacer” revolucionario, que gradualmente irán asfixiando la libertad del escritor y serán conducentes al parcial aniquilamiento de las fuerzas generatrices del movimiento teatral de los sesenta –y no digo total aniquilamiento, porque nuestra presencia de por sí demuestra todo lo contrario. Pero lo cierto es que los parámetros conducirán al parametraje, con sus múltiples variantes de caminos, encrucijadas y obstáculos.

Esta curva es casi geométrica y matemática, y para el 1969 el ciclo del eterno retorno parece haberse cerrado. Las causas son muy simples. Los dramaturgos del sesenta, que empiezan a formarse en su mayoría desde los cincuenta, entran en la escena cubana sintiendo sobre sus espaldas los golpes de la avaricia, la corrupción y el despelote republicano, dispuestos a interpretar escénicamente estas circunstancias, reinterpretarlas y llevarlas a escena, desde el punto de vista personal de cada uno de nosotros, sin limitaciones estéticas e ideológicas de ninguna clase. Esto incluía un deseo de hacer la revolución en el teatro mediante una estética escénica experimental de vanguardia basada en la libertad del escritor y un análisis independiente de nuestras circunstancias. De ahí la extraordinaria producción dramática de este período que superará, cualitativa y cuantitativamente, la de cualquier década previa y, seguramente, la de cualquier década ulterior. Pero el problema que se presenta es bien simple: a pesar de la mejor voluntad de los dramaturgos, a pesar de la mayor o menor identificación con el proceso revolucionario, la revolución estética de la cultura cubana del momento no va a coincidir, responder y satisfacer los parámetros exigidos por la historia política nacional y se produce una catástrofe histórica y teatral que conducirá a una quiebra donde Teatro y Revolución no coincidírán, desencadenándose una crisis entre ideología estética e ideología política.

Más allá del generoso protagonismo que se me asigna en esta reunión, me ajusto a los objetivos y al análisis de mi participación en la misma, creyendo por otra parte, que nuestro trabajo documenta los caminos y obstáculos que hemos tenido que pasar, sufrir y sobrevivir, incluyendo parametrajes y marginaciones nacionales e internacionales, y todas sus subsecuentes consecuencias, aún en pie; la figura que encabeza este grupo el verdadero protagonista de la sacudida teatral y revolucionaria que representan los sesenta, no es otro que Virgilio Piñera.

En los primeros tres años de esta década, que en realidad comienza en el 1959, tuve una participación activa, que deja en mí un impacto y unas consecuencias que persisten hasta el día de hoy. En los cincuenta, después de estrenar y recibir el Premio Prometeo por Sobre las mismas rocas, no logro que se me hiciera ningún otro montaje, porque aunque nuestras agrupaciones llevaban a escena el mejor teatro mundial (y justo es decir que también el peor) no mostraban, salvo excepción, particular interés en lo que escribían los autores nacionales.

Nunca he sido marxista-leninista, pero si he estado consciente de la necesidad de reparar injusticias sociales y de ponerle límites a la avaricia del capital y la corrupción, porque la avaricia rompe el saco, y siguiendo la mejor tradición de nuestros escritores, siempre he adoptado una posición crítica radical contra las injusticias sociales y los errores de nuestra conducta individual y colectiva, tanto en lo que respecta a la República, como a la Revolución y el Exilio. Por consiguiente, cuando triunfa la Revolución, me identifiqué de inmediato con ciertos parámetros revolucionarios y sencillamente los llevo a escena. De paso, arremeto contra el comercialismo y la chusmería en el teatro de una forma consistente e implacable. Durante esos tres años, me formo como crítico y dramaturgo en Revolución y Lunes de Revolución, donde publico sin que nadie se metiera conmigo en lo que decía y dejaba de decir, salvo en el caso de la desafortunada apertura del Teatro Nacional con La ramera respetuosa, cuya crítica no me publicaron porque no hice ni el panegírico de la obra ni de los que allí estaban presentes. Salvo este detalle, siempre escribí siguiendo mis propios criterios, con el deseo de colaborar con metas que en aquel momento me parecían justas, impulso caracterizador y generatriz que muchos compartimos, durante los primeros años de una década que iba a resultar productiva, pero a su vez polémica y volcánica. Publico y estreno y en el corto período de tres años escribo siete obras, se publican cuatro y se estrenan cinco, siguiendo dos líneas de trabajo: una dirección experimental y de vanguardia (Los acosados, Gas en los poros, La sal de los muertos, La Madre y la Guillotina) y otra directamente comprometida (La botija, El tiro por la culata), con una posición puente en el caso de Las vacas. Formo parte del movimiento teatral y no me siento marginado, razón de más para que me hubiera quedado, de no haber escrito La Madre y la Guillotina, que es un punto de giro, donde se representan caminos y obstáculos que no había anticipado, momento en el cual interpreto que la libertad del escritor estaba en riesgo.

Los acosados, publicada en Lunes el 4 de mayo de 1959, y La botija, se estrenan en los Lunes de teatro cubano el 14 de marzo del 1960, en la Sala Arlequín, que dirigiera Rubén Vigón. Las dos obras representan casi una perspectiva contrapuesta de mi quehacer teatral y el enfrentamiento subyacente entre estética y revolución. Los acosados no la contradice temáticamente, pero estilísticamente muestra un desajuste de vanguardia –mala palabra dentro de las normas estéticas de un régimen encaminado al marxismo. Yo la ubico dentro del ámbito de la vanguardia y resistencia estéticas de ese momento, y siempre ha sido una obra a la cual le he dado particular importancia y cuya vigencia llega hasta hoy día. Ambos textos son las claves representativas, más allá de los méritos que puedan o no tener, del momento teatral e histórico, y lo terrible del caso es que tienen vigencia, como demuestran, en el caso de Los acosados, los recientes montajes de Mauricio Rentería en Madrid y Ernesto García en Miami. Es prácticamente autobiográfica y en ella sintetizo a través de las penurias que sufre una pareja para pagar a plazos un juego de cuarto, las que sufrimos Yara y yo durante la pateadura de los cincuenta. En Los acosados, justo es decir, escribo el texto más utópico, absurdo y políticamente disparatado que he escrito en mi vida cuando uno de los personajes afirma: “Día llegará en que no tendremos cobradores”, sin comprender plenamente que siempre hay que pagar y nada se obtiene de gratis. Naturalmente, con tal idea en la cabeza, dejaba sentada mi ignorancia política y no en balde perdimos el dichoso juego de cuarto.

La otra obra, La botija, aunque no está exenta de experimentación teatral, es una pieza corta que se va a representar mucho en Cuba, inclusive después de mi salida del país, porque pertenecería al repertorio de obras breves, fáciles de llevar a escena en cualquier lugar, que fue mi contribución más directa al repertorio revolucionario, como hicieron Piñera con La sorpresa y Ferrer con El corte. Para resumirlo en pocas palabras: una pareja de latifundistas que sólo pensaba en el dinero, discute donde esconder una botija con el producto de sus robos, latrocinios y negocios sucios, hasta que alguien del público, que supuestamente representa al pueblo, sube a escena y se la lleva. En ella planteo nada más y nada menos que la redistribución de la riqueza, que está muy de moda todavía pero que no es tan fácil como parece y cuya premisa sigue en el candelero. Sirva esto de recordatorio, para que no se nos olvide, que la avaricia rompe el saco y tiene funestas consecuencia, y aunque nadie escarmienta en cabeza ajena, hay muchos que no escarmientan ni en su propia cabeza.

En realidad La botija tiene su origen en el primer acto de Las vacas. Ni corto y mucho menos perezoso, rasgo que nunca me ha caracterizado, escribo Las vacas en un corto período de tiempo, la envío a concurso y soy el primer dramaturgo en llevarse el premio José Antonio Ramos, recién creado, en 1961, estrenándose ese mismo año bajo la dirección de René Ariza. Texto experimental de vanguardia que perdí al salir de Cuba, trato de conciliar los principios del absurdo con la revolución: un latifundista para sabotear los objetivos de la reforma agraria mete las vacas que le pertenecen en el piso alto de su casa, con la subsecuente desesperación de su mujer y su hija –idea que todavía me parece estupenda-- y la obra termina con la conversión del latifundista, que finalmente acepta como bueno los objetivos de la reforma agraria, posición de centro que naturalmente no satisfizo a nadie, ni a los marxistas ni a los capitalistas, y que demostraba una vez más lo políticamente despistado que yo estaba.

En el año 1961 voy a estrenar dos textos que parecen oponerse el uno al otro. De un lado El tiro por la culata, dirigida por Tomás González, que se llevará a escena en el Festival de Teatro Obrero y Campesino, que el mismo año también montará Vicente Revuelta en Teatro Estudio. En realidad, este festival, fue un proyecto generatriz de lo que para fines de los setenta sería Teatro Escambray, porque a veces las cosas están más coordinadas de lo que a primera vista parece y de lo que los dramaturgos piensan. Creo que era el año de la alfabetización, pero la obra no está exenta de propósitos experimentales, juegos de palabras y situaciones con bastante sentido del humor. Representando una dirección dramática de otra naturaleza, se estrenó Gas en los poros, ya de lleno dentro del teatro de la crueldad y especialmente en el tema de la tiranía, que va a convertirse en una temática obsesiva de nuestra dramaturgia. Al mismo tiempo la familia, vista como microcosmos de la existencia nacional, cuyo punto de partida hay que ir a buscar en el 1917 con Tembladera de José Antonio Ramos, del realismo a la crueldad, va a jugar un papel verdaderamente protagónico, que se nos irá colando hasta la médula de los huesos ya sea por el más estricto realismo o por los caminos de la metateatralidad.

Para los dramaturgos de los sesenta, procedentes directamente de la era republicana, la transición va a ser dramáticamente brutal, distanciados en absoluto de la percepción idílica de la República, que después formará parte del imaginario nacional pero que conocíamos en carne propia desde otras perspectivas, y vamos a arremeter contra ella a partir del microcosmos familiar, con saña y violencia, porque todavía no habíamos tomado el jarabe de pico del olvido y la idealización, ni anticipábamos lo que el futuro nos tenía deparado. Ya fuera por la vía más racional del realismo o por la distorsionadora de la crueldad, la familia como microcosmos de la existencia nacional y en especial la tiranía como discurso de poder van a teñir de sangre nuestras tablas con los tres tiempos del verbo ser, fue, es y será, como herencia cultural, que llegará hasta Manteca, de Alberto Pedro, en Cuba, o Las hetairas habaneras, de Corrales y Pereira, en el exilio, porque la influencia de la dramaturgia de los sesenta se dejará sentir más allá de sus límites cronológicos, y dará un salto por encima del realismo socialista, la creación colectiva y todos los parametrajes habidos y por haber.

Aunque Gas en los poros está pensada realmente a partir de la tiranía batistiana y la falta de libertad de expresión, lo cierto es que la tiranía es la tiranía, y la obra trasciende los propios límites que la motivaron, así que la lectura se me amplia con resonancias muy directas. Como aquel texto utópico de Los acosados cuando escribí aquello de “día llegará en que no tendremos cobradores”, en Gas en los poros, publicada en Lunes en marzo del 1961, antologada por Rine Leal, estrenada el mismo día 27 de noviembre de 1961 en que salía de Cuba, dirigida por Morín en un programa doble con Falsa alarma de Piñera, terminaba la obra con un texto demoledor del tirano (es decir, del personaje que lo representaba en escena) que le dice a la protagonista: “¡Tu libertad no te será fácil!”, que adquiría múltiples implicaciones y significados, para mí que me iba Cuba y para el público que lo escuchaba bajo nuevas circunstancias, ya que todo texto se independiza y trasciende los límites y las motivaciones, inclusive, de quien lo escribe.

De este período es también La sal de los muertos, análisis demoledor de la familia cubana, que fue confiscada cuando la edición ya estaba terminada en el 61 y no se va a publicar hasta el 1971, gracias a una antología que editan en España, Orlando Rodríguez-Sardiñas y Carlos Miguel Suárez Radillo, lo cual es en sí mismo un comentario cronológico sobre las consecuencias de partir o quedarse, pieza que no se ha estrenado todavía ni en Cuba ni en exilio, lo cual no deja de ser sintomático y un comentario adicional sobre nuestras circunstancias, y de la cual, después de medio siglo, voy a hacer una lectura en Havanafama, el 22 de abril de este año, patrocinada por el Instituto Cultural René Ariza. En esta obra, en conjunción con otras de este carácter que se escribieron en los sesenta, la avaricia como norma de conducta y la tiranía como abuso de poder, ambas vivitas y coleando, han sido los factores determinantes del péndulo destructor que nos ha llevado al abismo y sobre el cual el teatro de los sesenta volvió una y otra vez.

Lo cierto es que los dramaturgos de los sesenta, a pesar de las canas, hemos sido unos tipos teatralmente peligrosos y por algo nos han querido poner un tapón en la boca en más de una ocasión. En un desdoblamiento escénico que es nuestra cosmogonía, y haciendo mucho teatro dentro del teatro, hemos tenido el coraje de llenar los escenarios de sangre con los crímenes de nuestros personajes, que no han sido estrictamente inventados, porque, desgraciadamente, se basan en historias verdaderas. Entramos en la escena cubana como quien entra en una tragedia griega, inclusive cuando lo hiciéramos en chancleta, entre politiqueros, pingueros, jineteras y hetairas habaneras. Nosotros hemos corporeizados una secuela de criminales en serie que no surgían estrictamente de nuestro cerebro, llevándonos a una reconstrucción alucinada de una existencia nacional poblada de cuerpos ensangrentados que han deambulado por una mítica Habana poblada de parricidios, matricidios, filicidios, fratricidios. En los sesenta, Manet abandona su lúdico squerzo y nos hace convivir con unas mafiosas monjitas, Estorino empieza con Caín y viene a parar en tiempos de la plaga con una verdadera masacre, Triana se baja con una “idílica” familia cubana (que de alguna parte salió más allá de su cabeza) que es una pesadilla de padres, hermanos e hijos, y Arrufat desata nada más y nada menos que una guerra fratricida en Tebas. Por mi parte yo, aquel cósmico e inocente adolescente que soñaba sobre las misma rocas con reunirse con todos los desvalidos, destruidos, desposeídos, ilusos y soñadores del mundo; escribo La sal de los muertos, que es una masacre expresionista y me voy de Cuba con La Madre y la Guillotina, uno de esos textos que hubiera preferido no haber escrito, donde unas hermanas insidiosas y oportunistas, se defienden como gatas boca arriba, afirmando, entre acusaciones y reproches, que la guillotina no era de papel y que la sangre estaba corriendo a mares.

Aunque algunos se fueron y muchos se quedaron, lo cierto es que más allá de esta distinción, la jodida historia ha jodido bastante, y quizás sea hora de que deje de hacerlo y le pongamos el tapón en la boca que siempre nos han querido poner. No obstante ello, hay que reconocer que cada uno de nosotros, por su cuenta y riesgo, ha hecho otro tanto, que para eso escribimos, y ese es, básicamente, la razón de ser de nuestro trabajo, como puntualizo en Exilio. “Es nuestro to be or not to be; joder o no joder, that is the question” (y uso el término en sentido estrictamente cubano) como dijo un personaje de la obra, porque, de no hacerlo ¿para qué escribimos?

Como bien dijo Eugenio Barba cuando en Cuba, en el año 2001, recibió un doctorado honoris causa de la Escuela de Arte en un discurso magistral y casi subversivo, con un mensaje individualista de resistencia que tenía resonancias para las dos orillas y todos los tiempos, y que paso a citar: “existe la Gran Historia que nos arrastra y nos sumerge, y sobre la cual muy a menudo sentimos que no podemos intervenir y no nos concede ninguna libertad. Procede inexorablemente sin que sepamos adónde va ni por qué […] Sin embargo, [dentro de ella], es posible recortar pequeñas islas […] vivir nuestra Pequeña Historia […], crear pausas y habitats imprevistos […] y trasmitir al futuro las huellas de las diferencias [...] El teatro es un intento de estar en el agua del río sin dejarse arrastrar por la corriente”. Creo precisamente que esta era, en mayor o menor medida, la lucha interna que se desarrollaba en la dramaturgia de los setenta.

Y finalmente, termino con una cita del que fuera crítico del Times, Benedict Nightingale, que repito una y otra vez y que siempre viene a cuento: “el pasado es un lugar peligroso porque sus cimas y sus abismos están oscurecidos por la niebla. No sólo las cosas terribles que han ocurrido en el pasado moldean el presente, sino que los recuerdos y los recuerdos parciales se vuelven armas en la lucha desesperada en la cual estamos envueltos. El pasado tiene el poder de desorientar, desequilibrar, obsesionar, atrapar y destruir caracteres que están frecuentemente al borde de un abismo” Fin de cita. La incógnita de lo que fuimos reafirma lo que se desconoce. En lugar de mirar hacia delante se mira hacia atrás, fija la vista en la niebla del trópico. El pasado es una otredad a la que no podemos regresar, otra ecuación del imposible, no reversible, pero de la que dependemos: la memoria imborrable sin la cual no estamos completos: una amnesia que necesita el retorno de la memoria. El pasado es inclemente, pero tenemos que volver a él para edificar el futuro y, de ser posible, evitar volver a caer en el abismo.

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