Publicado en el Nuevo Herald.
domingo 13 de enero del 2008.
"La Carretera": Una poética del horror
By JOSÉ ABREU FELIPPE
Al fin la estupidez y la ambición humanas combinadas han alcanzado su objetivo y el planeta no es más que una planicie calcinada, cubierta de un manto permanente de nubes tóxicas y lluvia ácida, azotada por furiosas y heladas tormentas. Apenas la luz del sol logra filtrarse, a veces, e iluminar las ruinas desiertas de los que fueron pueblos y ciudades. El gris de la ceniza lo baña y lo cubre todo. Hay un frío que es capaz de ''romper hasta las mismas piedras''. Ya no existen animales de ningún tipo, ni pájaros en el aire ni peces en las aguas. Tampoco vida vegetal. Todavía, sí, algunos troncos carbonizados se yerguen en zonas que tal vez antes fueron bosques. Silencio muerto. Hileras de vehículos detenidos en una huida imposible a ninguna parte. Cachivaches domésticos en zanjas, tripas y entrañas metálicas retorcidas, cables oxidados al aire. Cadáveres resecos -los ojos vacíos, las bocas abiertas-, congelados en posiciones insólitas, desconcertantes, esparcidos por los mismos sitios donde los sorprendió la muerte, individual o colectiva.
Y en este paisaje, un padre con su hijo siguen avanzando por una carretera hacia el sur. Quieren llegar a la costa, al mar. No tienen ni idea de lo que podrían encontrar allí, pero eso carece de importancia. El mar es una meta, un objetivo a alcanzar, una razón para seguir de pie y caminando; y por qué no, también una esperanza absurda. Arrastran un destartalado carrito de supermercado con sus escasas pertenencias: una capa de lona, un par de mantas, trapos podridos y algunas latas de conserva que han encontrado en los registros por las casas abandonadas. También tienen una pistola con dos balas, ya que aún en este mundo más allá de todas las catástrofes, hay ''buenos'' y ''malos''. Más ''malos'' que ''buenos'', es verdad. A lo largo del tortuoso peregrinaje donde han transcurrido los últimos años de su vida, todavía no han visto ningún ''bueno''. Sólo ''malos'', hombres que cazan hombres para comer, porque no hay nada más; que los capturan y encierran en sótanos o cuevas para irlos consumiendo poco a poco. Y así sobrevivir.
El padre confía -y así se lo hace saber a su hijo-, que en alguna parte encontrarán ''buenos'' y se unirán a ellos. Además, es imprescindible que aparezcan, porque él está tosiendo demasiado y escupe sangre y tal vez no pueda alcanzar su meta. ¿Qué sería entonces de su hijo, un niño, quizás de ocho años? Claro, él lo ha adiestrado, le ha explicado cómo tiene que meterse el cañón de la pistola en la boca y disparar antes de que lo atrapen los ''malos''. ''Si te encuentran vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes? Chsss... Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba''. Pudiera haber otras alternativas, pero ¿tendría el padre valor para dispararle al hijo o, mientras duerme, aplastarle la cabeza con una piedra?
El padre y el hijo -un hombre y un niño- no tienen nombres, tampoco se sabe exactamente qué pasó ni cuándo. Sólo importa la caminata, la fuga bajo la lluvia helada o sobre la nieve sucia. Y sobrevivir. De eso trata La carretera (The Road), la extraordinaria novela de Cormac McCarthy, Premio Pulitzer 2007 y best seller literario del año en los Estados Unidos, y que Mondadori acaba de publicar en español en una cuidada traducción de Luis Murillo Fort.
Para mí, que meticulosamente desconfío de los premios literarios, incluidos los Pulitzer que, como los Nobel -el de este año, para no ir más lejos, es como para salir huyendo-, hace ya bastante tiempo que perdieron el rumbo, fue una agradable sorpresa tropezarme con esta rareza que devoré de un tirón. Pocas novelas tan desoladas y desoladoras como La carretera. Hay una belleza deslumbrante, abrumadora aunque vulnerable en esos cuerpos huesudos y harapientos, en esos paisajes destruidos por la estupidez y la violencia, y hasta en las palabras que se entrecruzan el hombre y el niño. Se pueden sentir, se pueden oler, el amor del padre y el temor del niño. La carretera es una novela que nos deja abatidos, definitivamente tristes, si es que esa palabra aún sigue significando algo para alguien que lea. Un gran novela escrita con una prosa sencilla, descriptiva, alejada de alardes verbales. Valiente, auténtica. Una poética del horror. Y también un alarido, un llamado de alerta, una advertencia demoledora. "Allí estaba la playa gris y las olas encrespadas rompiendo opacas y plomizas y su sonido en la distancia. Como la desolación de un mar extraño rompiendo en las playas de un mundo inaudito''.
Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) es un personaje muy raro al que califican de huraño. Defiende su privacidad y no concede entrevistas. Lo que se sabe de él es una mezcla de verdad y leyenda. Harold Bloom, que no es santo de mi devoción, considera que es uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo. La crítica en general lo sitúa junto a Salinger, Philip Roth, DeLillo y Pynchon. Ellos sabrán.
McCarthy pasó la mayor parte de su niñez en Tennessee. Su padre era abogado, cursó estudios superiores en la universidad de Tennessee, pero no llegó a graduarse. Según él, no leyó un libro hasta los 21, estando en el ejército, donde sirvió cuatro años. Consiguió una beca y vivó un año en Europa. Se dice que a su regreso carenó en Texas, en hoteles de mala muerte donde comenzó a escribir. Entre sus numerosas novelas destaca, la llamada Trilogía de la frontera: Todos los hermosos caballos (All the Pretty Horses), 1992, ganador del National Book Award; En la frontera (The Crossing), 1994; y Ciudades de la llanura (Cities of the Plain), 1998. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine. •
By JOSÉ ABREU FELIPPE
Al fin la estupidez y la ambición humanas combinadas han alcanzado su objetivo y el planeta no es más que una planicie calcinada, cubierta de un manto permanente de nubes tóxicas y lluvia ácida, azotada por furiosas y heladas tormentas. Apenas la luz del sol logra filtrarse, a veces, e iluminar las ruinas desiertas de los que fueron pueblos y ciudades. El gris de la ceniza lo baña y lo cubre todo. Hay un frío que es capaz de ''romper hasta las mismas piedras''. Ya no existen animales de ningún tipo, ni pájaros en el aire ni peces en las aguas. Tampoco vida vegetal. Todavía, sí, algunos troncos carbonizados se yerguen en zonas que tal vez antes fueron bosques. Silencio muerto. Hileras de vehículos detenidos en una huida imposible a ninguna parte. Cachivaches domésticos en zanjas, tripas y entrañas metálicas retorcidas, cables oxidados al aire. Cadáveres resecos -los ojos vacíos, las bocas abiertas-, congelados en posiciones insólitas, desconcertantes, esparcidos por los mismos sitios donde los sorprendió la muerte, individual o colectiva.
Y en este paisaje, un padre con su hijo siguen avanzando por una carretera hacia el sur. Quieren llegar a la costa, al mar. No tienen ni idea de lo que podrían encontrar allí, pero eso carece de importancia. El mar es una meta, un objetivo a alcanzar, una razón para seguir de pie y caminando; y por qué no, también una esperanza absurda. Arrastran un destartalado carrito de supermercado con sus escasas pertenencias: una capa de lona, un par de mantas, trapos podridos y algunas latas de conserva que han encontrado en los registros por las casas abandonadas. También tienen una pistola con dos balas, ya que aún en este mundo más allá de todas las catástrofes, hay ''buenos'' y ''malos''. Más ''malos'' que ''buenos'', es verdad. A lo largo del tortuoso peregrinaje donde han transcurrido los últimos años de su vida, todavía no han visto ningún ''bueno''. Sólo ''malos'', hombres que cazan hombres para comer, porque no hay nada más; que los capturan y encierran en sótanos o cuevas para irlos consumiendo poco a poco. Y así sobrevivir.
El padre confía -y así se lo hace saber a su hijo-, que en alguna parte encontrarán ''buenos'' y se unirán a ellos. Además, es imprescindible que aparezcan, porque él está tosiendo demasiado y escupe sangre y tal vez no pueda alcanzar su meta. ¿Qué sería entonces de su hijo, un niño, quizás de ocho años? Claro, él lo ha adiestrado, le ha explicado cómo tiene que meterse el cañón de la pistola en la boca y disparar antes de que lo atrapen los ''malos''. ''Si te encuentran vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes? Chsss... Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba''. Pudiera haber otras alternativas, pero ¿tendría el padre valor para dispararle al hijo o, mientras duerme, aplastarle la cabeza con una piedra?
El padre y el hijo -un hombre y un niño- no tienen nombres, tampoco se sabe exactamente qué pasó ni cuándo. Sólo importa la caminata, la fuga bajo la lluvia helada o sobre la nieve sucia. Y sobrevivir. De eso trata La carretera (The Road), la extraordinaria novela de Cormac McCarthy, Premio Pulitzer 2007 y best seller literario del año en los Estados Unidos, y que Mondadori acaba de publicar en español en una cuidada traducción de Luis Murillo Fort.
Para mí, que meticulosamente desconfío de los premios literarios, incluidos los Pulitzer que, como los Nobel -el de este año, para no ir más lejos, es como para salir huyendo-, hace ya bastante tiempo que perdieron el rumbo, fue una agradable sorpresa tropezarme con esta rareza que devoré de un tirón. Pocas novelas tan desoladas y desoladoras como La carretera. Hay una belleza deslumbrante, abrumadora aunque vulnerable en esos cuerpos huesudos y harapientos, en esos paisajes destruidos por la estupidez y la violencia, y hasta en las palabras que se entrecruzan el hombre y el niño. Se pueden sentir, se pueden oler, el amor del padre y el temor del niño. La carretera es una novela que nos deja abatidos, definitivamente tristes, si es que esa palabra aún sigue significando algo para alguien que lea. Un gran novela escrita con una prosa sencilla, descriptiva, alejada de alardes verbales. Valiente, auténtica. Una poética del horror. Y también un alarido, un llamado de alerta, una advertencia demoledora. "Allí estaba la playa gris y las olas encrespadas rompiendo opacas y plomizas y su sonido en la distancia. Como la desolación de un mar extraño rompiendo en las playas de un mundo inaudito''.
Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) es un personaje muy raro al que califican de huraño. Defiende su privacidad y no concede entrevistas. Lo que se sabe de él es una mezcla de verdad y leyenda. Harold Bloom, que no es santo de mi devoción, considera que es uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo. La crítica en general lo sitúa junto a Salinger, Philip Roth, DeLillo y Pynchon. Ellos sabrán.
McCarthy pasó la mayor parte de su niñez en Tennessee. Su padre era abogado, cursó estudios superiores en la universidad de Tennessee, pero no llegó a graduarse. Según él, no leyó un libro hasta los 21, estando en el ejército, donde sirvió cuatro años. Consiguió una beca y vivó un año en Europa. Se dice que a su regreso carenó en Texas, en hoteles de mala muerte donde comenzó a escribir. Entre sus numerosas novelas destaca, la llamada Trilogía de la frontera: Todos los hermosos caballos (All the Pretty Horses), 1992, ganador del National Book Award; En la frontera (The Crossing), 1994; y Ciudades de la llanura (Cities of the Plain), 1998. Algunas de sus obras han sido llevadas al cine. •
Gran comentario sobre la novela y sobre su autor. Ahora comienzo a leer No es país para viejos y es mi primera aproximación a su mundo, pero no cabe duda de que pronto leeré la carretera.
ReplyDeleteSaluos